Una leyenda dice que en Linares él llevaba la muerte
escrita en su rostro. Manuel Rodríguez había pintado en su vida un triangulo
perfecto, los toros, su madre y Lupe Sino. Un Califa, el tercero, que veneró a
Doña Angustias y fue feliz con aquella que conoció al calor de Chicote. Ídolo,
mito, misterio, melancolía y estética que se truncó en aquel agosto del 47 y al
que saludó Foxá como el abanico difícil de la izquierda que pone de satélite al
toro. Verticalidad de un hombre que con sus bajas manos templaba en el ruedo con
la ligazón de la verdad. Quinto y malo aquel “Islero”, negro,
entrepelado, bragado y con poca casta que se cruzó en la tarde de Linares. Las crónicas de “ABC” cuentan
que Manolete vio enseguida las malas condiciones del toro, lo muleteó por bajo,
se paró en derechazos con cinco manoletinas dos ayudadas por alto y un amor
propio desmedido hizo todo y más. Entro a matar un poco sesgado, de dentro a
fuera, marcando mucho el volapié, y en ese mismo momento arranco el toro, que
le clavó el asta derecha. Cornada seca que se lo llevó hacia arriba, le dio la
vuelta y lo tiró al suelo. Algo se fue
con el mejor torero de la historia. La copla pudo cantarlo, había letra y
mirando al tendido “por ese lao no, Manolo” como dijera Camará o Luis Miguel
tañían ya campanas a muerto. El flaco al que le cabían dos hijos suyos dentro
del traje de luces en palabras de su madre. Aquella que mandaba en la plaza
doméstica desde su hechura andaluza y que recibía besos de ese amor de hijo. Solo
Córdoba pudo ser la cuna de Manuel Rodríguez Sánchez, hace este Julio, cien
años. Aquel que vistió pulcro y se hizo con la moda de su época con aquellos
zapatos negros y colorados o sus corbatas a rayas o con lunares. Su toque más
personal, sus gafas. Un señor que engrandeció al artista siendo metódico y para
quien se acuñó aquello “del toro de cinco para el torero de veinticinco”. Su
toreo de capa se basaba en la quietud de piernas, juego de brazos y estrecho
con el toro. “Dejad a la mañana que señale sobre el silencio un llanto sin
mejilla”, le dijo Jacinto López Gorgé. Era colosal, se decía que era muchas
veces de verónica y media, sin gran esfuerzo, con prestancia y llevando al
animal casi con mimo. “Ceñido, modelado por el viento”, cantaba el poeta. El
toreaba como era, estatuario, con la mano desmayada en posición natural y solo
por tanto se le considera excepcional. El aguante y el dejar venir al toro
girando encadenando los pasos fue algo que esbozó Gallito, proyectó Chicuelo y
construyó Manolete. La Mezquita del Toreo se quedó por siempre esperando a su Califa.
Ángel Gil
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