domingo, 16 de marzo de 2014

El 11 M que viví

Siempre amanecía temprano. Hasta mis ventanas llegaba el ruido de tráfico de la Nacional II. Aquella mañana era fría y nubosa. La radio acompañaba, como cada jornada, mientras te afeitabas o tomabas un café, tampoco podías entretenerte demasiado, el reloj corría para llegar al trabajo, de fondo, noticias locales, la última crónica de campaña y los colapsos en las carreteras de entrada a la Capital. De pronto, el ritmo habitual de las emisoras se rompe, el escalofrío te recorre cuando hablan de explosiones, heridos y muertos en unos trenes. De nuevo el terror atenaza Madrid, la confusión embarga el ambiente, comienza el incesante hilo musical de las ambulancias y las personas caminan más deprisa. La radio se vuelve compañera en horas amargas ante la certeza de lo que ocurre. El ser humano anónimo vuelve a ser víctima inocente ante unos desalmados a los que les da igual las consecuencias, el número de damnificados, el color o las ideas, solo ahogan sus ansias de sangre al observar la masacre. Precisamente, durante una larga temporada, fui usuario habitual de los Cercanías en Atocha, para ir a trabajar, y me podía haber tocado a mí. Nadie queda exento de este zarpazo aniquilador, ese es el asco que nos producen los asesinos. Con las imágenes por televisión llega a constatarse la magnitud de lo causado, aquel joven ensangrentado con un ojo abierto y el otro hinchado se convierte en un símbolo. Igual que las velas, que encendidas recuerdan a aquellos que subidos en los Cercanías les rompieron ilusiones, anhelos, esperanzas o la propia vida. Aquella, entre otras, que perdió una socia de una casa regional en Alcalá, una mujer luchadora que se desvivía por sus raíces desde ese movimiento cultural y a la cual propuse homenajear desde la Federación madrileña, en la Estación de Atocha, junto al resto de los ciento noventa asesinados. Hay un antes y un después de aquel 11 de Marzo de 2.004. Una mañana en la que comprobamos hasta donde es capaz de llegar el odio de unos pero al mismo tiempo, en otros, crece la solidaridad, entrega y abnegación. Gracias también a las fuerzas y cuerpos de la seguridad del Estado, personal sanitario, bomberos y protección civil por su impagable servicio. Otro recuerdo que me trae aquella jornada es el silencio sonoro que escuche mientras andaba por las calles de Madrid, un silencio de respeto pero también de orfandad, por los sueños rotos, en segundos, de cientos de personas, vecinos nuestros. Los móviles no paraban de sonar, al otro lado la incredulidad y el miedo por si te había tocado esta ruleta de muerte, con solo una respuesta, volvía la tranquilidad y el dar gracias al Cielo por oír a ese amigo o familiar. En esta sociedad no tienen cabida los terroristas y somos los ciudadanos los que unidos debemos decir: ¡basta ya!  a estas bandas, células, se llamen como se llamen. Ya se han cumplido diez años del mayor atentado de la historia de Europa, y España, sigue amenazada. Aún hay cabos sueltos
Ángel Gil 


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