Siempre amanecía temprano. Hasta mis
ventanas llegaba el ruido de tráfico de la Nacional II. Aquella mañana era fría
y nubosa. La radio acompañaba, como cada jornada, mientras te afeitabas o
tomabas un café, tampoco podías entretenerte demasiado, el reloj corría para
llegar al trabajo, de fondo, noticias locales, la última crónica de campaña y
los colapsos en las carreteras de entrada a la Capital. De pronto, el ritmo
habitual de las emisoras se rompe, el escalofrío te recorre cuando hablan de explosiones,
heridos y muertos en unos trenes. De nuevo el terror atenaza Madrid, la
confusión embarga el ambiente, comienza el incesante hilo musical de las
ambulancias y las personas caminan más deprisa. La radio se vuelve compañera en
horas amargas ante la certeza de lo que ocurre. El ser humano anónimo vuelve a
ser víctima inocente ante unos desalmados a los que les da igual las
consecuencias, el número de damnificados, el color o las ideas, solo ahogan sus
ansias de sangre al observar la masacre. Precisamente, durante una larga
temporada, fui usuario habitual de los Cercanías en Atocha, para ir a trabajar,
y me podía haber tocado a mí. Nadie queda exento de este zarpazo aniquilador,
ese es el asco que nos producen los asesinos. Con las imágenes por televisión llega
a constatarse la magnitud de lo causado, aquel joven ensangrentado con un ojo
abierto y el otro hinchado se convierte en un símbolo. Igual que las velas, que
encendidas recuerdan a aquellos que subidos en los Cercanías les rompieron
ilusiones, anhelos, esperanzas o la propia vida. Aquella, entre otras, que
perdió una socia de una casa regional en Alcalá, una mujer luchadora que se
desvivía por sus raíces desde ese movimiento cultural y a la cual propuse
homenajear desde la Federación madrileña, en la Estación de Atocha, junto al
resto de los ciento noventa asesinados. Hay un antes y un después de aquel 11
de Marzo de 2.004. Una mañana en la que comprobamos hasta donde es capaz de
llegar el odio de unos pero al mismo tiempo, en otros, crece la solidaridad,
entrega y abnegación. Gracias también a las fuerzas y cuerpos de la seguridad
del Estado, personal sanitario, bomberos y protección civil por su impagable
servicio. Otro recuerdo que me trae aquella jornada es el silencio sonoro que
escuche mientras andaba por las calles de Madrid, un silencio de respeto pero
también de orfandad, por los sueños rotos, en segundos, de cientos de personas,
vecinos nuestros. Los móviles no paraban de sonar, al otro lado la incredulidad
y el miedo por si te había tocado esta ruleta de muerte, con solo una
respuesta, volvía la tranquilidad y el dar gracias al Cielo por oír a ese amigo
o familiar. En esta sociedad no tienen cabida los terroristas y somos los
ciudadanos los que unidos debemos decir: ¡basta ya! a estas bandas, células, se llamen como se
llamen. Ya se han cumplido diez años del mayor atentado de la historia de
Europa, y España, sigue amenazada. Aún hay cabos sueltos
Ángel Gil
No hay comentarios:
Publicar un comentario