domingo, 5 de marzo de 2017

Tia Carmen


Andariega por mil rutas de la vida. Dejaba olivares y ese café de la abuela con fama en la comarca cuyo secreto nunca se ha desvelado. La puerta de la vieja casa del Poyo, aun chirriando, tuviste que cerrarla para siempre. Atrás quedaban páginas de una familia, de tu madre, María, emprendedora y de todos sus hijos o de aquellos nietos de corta edad que nos bañábamos en el patio los mediodías de Agosto después de correr entre arbolitos. Carmen, sola, mujer hecha a sí misma frente al sol de los ponientes o a las heladas mañanas en el escalón de un portal malagueño allá por donde Cádiz se hace carretera. La suerte y la tuya estaba echada. De noche me gustaba entrar en su cuarto, su cama era de esas altas, antiguas, allá rodeada de recuerdos, se pasaba horas leyendo y orando a la Virgen de Porticate o al Cristo de Limpias, “advocación melillense”, que hizo suya en sus frecuentes visitas a esta tierra. Mi tía Carmen ocupó el espacio que May me dejó en la Fe, con ellas rezaba pero sobre todo ponía en práctica el Evangelio cada día con los demás. Silenciosa en sus pasos, de presencia callada, es la vieja guardiana del archivo oral y fotográfico de toda una familia. A ella siempre acudimos por una palabra o por un consejo de los de antes, de aquellos que se amasaban al olor de la leña en los fríos inviernos de la sierra de las nieves. Un lugar al que añora y siente como propio, allá por el Calvario o postrándose frente a la Cruz del Pobre. Un espacio, en medio del campo que para mí, en mis primeros años de vida, era tan mágico como aquel Jesús del madero de Marcelino pan y vino. Tu barriada y tu vida, siempre la llenaste de Paz, de entrega a otros, propios y extraños. Tu mano derecha hacia lo que la izquierda no sabía, eso queda para ti y para cada uno de los que agradecidos pasamos a tu lado. Pero la existencia te hizo dura, firme en convicciones y fiel a creencias y personas. Estabas feliz cuando conociste a mi mujer, Carmen, a la que adoptaste como sobrina propia. Por eso, aun en la cama de hospital donde te he dejado, seguías siendo la misma aunque la memoria o el oído ya fallen. Hemos tenido momentos, en estos días, de recordar a mama o de hablar con amigas como Alicia o Tere, que no te han dejado en esta hora que pasas, o familiares como Dolorcita. A ellas gracias por seguir estando ahí. Tía Carmen, tus gafas siempre oscuras y tu bastón, ya en el atardecer de tu vida, han sido tu seña aguardando, y que sea tarde, el examen del amor
Ángel Gil   

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